En los últimos años, han comenzado a usarse con frecuencia la expresión y el enfoque de la “justicia transicional” en México. El término hace ruido entre la opinión pública, e incluso entre colectivos de víctimas. A pesar de que las propuestas concretas que incluye la justicia transicional—mecanismos extraordinarios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición—se relacionan mucho con las luchas de las víctimas, no es para nada clara la transición que debería justificar la adopción de tales mecanismos. Aunque la promesa de la cuarta transformación fue interpretada inicialmente como una posible oportunidad de transición de la violencia endémica a la construcción de paz y de la impunidad generalizada a una justicia eficaz, la creación de la Guardia Nacional y la sugerencia del presidente de que habrá “punto final” para los abusos del pasado contradicen esa promesa.

Una situación similar enfrentó Colombia a comienzos del siglo. A pesar de que no se avizoraba una transición siquiera fragmentaria, la justicia transicional se volvió el paradigma dominante del discurso y la política pública relacionada con la violencia. Diez años más tarde, podemos sacar algunas conclusiones sobre las potencialidades y limitaciones que tuvo el uso de la justicia transicional en un contexto sin transición, que quizás puedan ser útiles para pensar críticamente lo que se viene en México.

El concepto inicial de justicia transicional

El enfoque de la justicia transicional comenzó a emplearse en la década de los ochenta para dar cuenta de la compleja tensión existente entre las dinámicas políticas que conducen a transiciones del autoritarismo a la democracia o de la guerra a la paz, y los estándares jurídicos que exigen que se haga justicia, se elucide la verdad y se reparen los crímenes atroces cometidos en el régimen anterior. Mientras que, desde el punto de vista político, las transiciones son tanto más posibles cuanta más seguridad tengan los gobernantes o facciones salientes de que no serán perseguidos judicialmente por los abusos que cometieron; desde el punto de vista jurídico, los mecanismos usados para garantizar impunidad equivalen a violar los derechos de las víctimas y de la sociedad en general a la justicia, la verdad y la reparación.

En su origen, la justicia transicional se comprendió como un conjunto de mecanismos extraordinarios tendientes a encontrar un balance o punto medio entre las exigencias contrapuestas de justicia plena, por un lado, y paz o democratización, por el otro. Tales mecanismos podían tener contenidos y combinaciones distintas (por ejemplo, comisiones de la verdad sin castigos penales, o castigos acotados con programas de reparación), pero la idea era garantizar unos mínimos de justicia, verdad y reparación, que no eliminaran las posibilidades de lograr una transición en curso.

La expansión de la justicia transicional

Rápidamente, la justicia transicional se convirtió en un campo de expertos dominado por las lógicas de la economía política de la cooperación internacional, lo que condujo a que se convirtiera en un conjunto de medidas estándar recomendables para cualquier país que tuviera una transición en ciernes. Los estudios sugerían que la aplicación de mecanismos de justicia transicional podía tener resultados positivos para la reducción de las violaciones de derechos humanos (véase, por ejemplo, aquí y aquí).

No es extraño entonces que comenzara a considerarse la posibilidad de aplicar mecanismos de justicia transicional a contextos en los que no había una transición clara o en los que la transición era solo parcial, con el propósito de que la justicia transicional sirviera para promover o afianzar las posibilidades de desencadenar una transición. El caso colombiano fue, quizás, el laboratorio más importante.

Justicia transicional sin transición en Colombia

Paradójicamente, en Colombia se empezó a hablar de justicia transicional en 2003, cuando el gobierno Uribe estableció una mesa de conversaciones para lograr la desmovilización de los grupos paramilitares de derecha, que funcionaron en colusión con las fuerzas armadas y las élites regionales para combatir por medios ilegales a las guerrillas, atacar a poblaciones civiles y consolidar el control de economías ilegales. El uso del término era bizarro, pues las conversaciones se desarrollaban en medio de un conflicto armado aún en curso, que no terminaría incluso si las conversaciones lograban el desmonte efectivo del paramilitarismo—cosa que, de hecho, no se logró—.

En efecto, la agenda no incluía negociaciones de paz con los demás grupos armados del conflicto, por lo cual este podía continuar e incluso exacerbarse. Además, las conversaciones se llevaban a cabo con un actor armado pro-sistémico, que nunca combatió ni fue perseguido por el Estado, sino que estableció con este lazos estrechos de colaboración e incluso cooptación, así como estructuras regionales de poder económico y político mucho más amplias que su poder militar, cuyo desmonte era muy difícil de lograr a través de la mera desmovilización y el desarme de combatientes.

A pesar de ello, la justicia transicional se convirtió en el enfoque central para dar respuesta institucional al resultado de las conversaciones. Con el objetivo de ofrecer incentivos fuertes para la desmovilización y proteger los derechos de las víctimas, la “ley de justicia y paz” ofreció a los paramilitares desmovilizados que habían perpetrado graves crímenes atroces penas muy reducidas (de cinco a ocho años) a cambio de confesiones y reparaciones. La interpretación de la ley se volvió entonces un campo de disputa entre quienes querían hacer más o menos flexibles las exigencias para los desmovilizados y los agentes estatales que debían aplicar la ley.

La lucha por una justicia transicional transformadora o perpetuadora del status quo

La lucha por hacer a la justicia transicional más protectora de los derechos de las víctimas fortaleció las capacidades de organización y coordinación del movimiento de víctimas, convirtiéndolo en un actor cada vez más relevante en las discusiones políticas de gran envergadura. Junto con organizaciones de derechos humanos y de sociedad civil, el movimiento luchó por impulsar reformas institucionales que, a través de la protección de los derechos de las víctimas, pudiesen promover transformaciones sociales y políticas más amplias.

Una de las luchas más importantes fue la que, tras varios años, condujo a la adopción en 2011 de una ley integral de garantía de los derechos de las víctimas, que creó un importante andamiaje institucional para garantizar la justicia, la verdad y la reparación, incluyendo al Centro de Memoria Histórica, la Unidad Administrativa de Atención y Reparación a Víctimas, mesas locales, regionales y nacionales de participación de víctimas en las medidas de reparación, y una unidad administrativa y una jurisdicción especializada de restitución de tierras despojadas a la población desplazada.

Tales medidas tenían un importante potencial transformador del statu quo, pues podían conducir a elucidar las redes y patrones regionales que permitieron la comisión de crímenes, fortalecer el poder político de las víctimas y sus organizaciones, y revertir la extrema desigualdad en la distribución de la tierra. Pero ese potencial traía consigo enormes riesgos para quienes exigían transformación en un contexto en el cual las fuerzas armadas continuaban cometiendo graves violaciones de derechos humanos contra civiles y muchos grupos paramilitares que, transformados en bandas criminales, continuaron controlando mercados ilegales, estableciendo alianzas políticas y atacando a la población civil.

Así empezó a acentuarse cada vez más marcadamente un clivaje entre defensores y detractores del cambio del orden político y social a través de las medidas de justicia transicional. Ese clivaje adquirió protagonismo y connotaciones nacionales cuando comenzaron las negociaciones de paz entre el gobierno de Santos y la guerrilla de las FARC-EP, en 2012. El anuncio público de la agenda de negociación dejó claro que un posible acuerdo con la guerrilla no solo continuaría reconociendo la centralidad de los derechos de las víctimas, sino que también incluiría reformas económicas y políticas trascendentales relacionadas con distribución de tierras y el desarrollo rural, la política contra el narcotráfico y el fortalecimiento de la participación política de sectores tradicionalmente excluidos.

¿Hacia una transición?

El acuerdo final que alcanzaron las partes negociadoras en 2016 fue histórico, pues hizo posible la dejación de armas de la guerrilla más antigua del mundo. El acuerdo generó serias esperanzas de que por fin Colombia pudiera experimentar una transición verdadera, pues además de que implicó un descenso importante en la violencia, facilitó el inicio de negociaciones con el ELN (el principal grupo guerrillero restante), e incluso generó incentivos para que las bandas criminales se sometieran a la justicia.

El acuerdo contempló fórmulas equilibradas de justicia transicional, que añaden a las instituciones ya existentes sendas comisiones de verdad y de búsqueda de personas desaparecidas, y una jurisdicción especial para la paz encargada de juzgar los crímenes más graves cometidos por guerrilla y agentes estatales. La jurisdicción puede otorgar sentencias reducidas (cinco a ocho años) en lugares especiales de reclusión que permitan la realización de trabajos restaurativos a quienes acepten su responsabilidad plena desde un comienzo, pero también penas ordinarias de cárcel a quienes no lo hagan.

Adicionalmente, el acuerdo de paz reforzó la promesa de transformación, pues además de que propuso reformas importantes en materia de desarrollo rural, drogas y participación política, resaltó como ejes transversales el fortalecimiento del estado de derecho en todo el territorio (en especial en zonas en donde su ausencia o cooptación hizo que la violencia reinara) y la construcción de un nuevo paradigma de desarrollo enfocado en la participación de las víctimas y los movimientos sociales.    

El primer paso hacia la transformación por rutas participativas fue el sometimiento del acuerdo de paz a plebiscito. Pero la apuesta falló. La votación se hizo sin la adopción de cambios básicos necesarios para lograr mayor inclusión (como la posibilidad de registro de nuevos votantes, o la instalación de puestos de votación en zonas periféricas), y los defensores del status quo (bajo el liderazgo del expresidente Uribe) lanzaron una campaña que polarizó enormemente a la sociedad.

El desenlace es por todos conocido: el acuerdo de paz perdió por un margen ínfimo y con grandes niveles de abstención, aunque tendió a ganar en las zonas más pobres y afectadas por la violencia. Ello condujo al gobierno Santos a renegociar el acuerdo con las FARC, intentando atender a las principales objeciones de la oposición, y a pedir al Congreso su aprobación. Esto último fue considerado por muchos como una trampa a la voluntad popular, y generó un déficit perenne de legitimidad del acuerdo de paz, que reforzó la fuerza política de la oposición. Utilizando la crítica al acuerdo como principal bandera, Duque, el candidato de Uribe, ganó las elecciones de 2018.

El regreso de la violencia

En medio de la polarización, la implementación del acuerdo se vio truncada por falta de impulso legislativo a las reformas necesarias, así como por un recrudecimiento de la violencia contra líderes sociales y desmovilizados de la guerrilla, que desde la firma del acuerdo ha producido más de 600 asesinatos. Los estudios muestran que los asesinatos tienen como blanco claro a los procesos organizativos locales que promueven la agenda transformadora de la paz—tales como la restitución de tierras y la sustitución de cultivos ilícitos—en zonas que antes controlaba la guerrilla y que eran codiciadas por otros grupos armados.

Además, ha habido graves falencias en el sistema de protección de líderes amenazados. Es difícil achacar esas falencias a la debilidad del estado colombiano, pues además de que el aparato de seguridad se vio enormemente fortalecido en las décadas recientes de lucha contra la guerrilla, el acuerdo de paz contempló la necesidad de establecer mecanismos especiales de seguridad, que impidieran que las nuevas oportunidades de inclusión se convirtieran en un baño de sangre.

Así pues, la nueva ola de violencia selectiva que azota a Colombia tiene como propósito evidente evitar que la distribución de poder a nivel local cambie a través de las promesas de la paz. Y, más que falta de capacidad, las élites políticas nacionales parecen tener falta de voluntad política para evitar esa violencia. La violencia arriesga la posibilidad de lograr una paz sostenible en Colombia, no solo porque en muchos casos está dirigida contra guerrilleros desmovilizados que pueden optar por rearmarse, sino porque ilustra la persistencia en armas del paramilitarismo y el carácter funcional de su poder para las élites económicas y políticas. Además, el hostil contexto para la paz genera pocos incentivos de desarme para el ELN, que recientemente reincidió en la violencia, lo cual condujo al gobierno a poner fin a las negociaciones de paz.

¿Lecciones para México?

En conclusión, la promoción de mecanismos de justicia transicional en ausencia de una transición clara en Colombia implicó promesas de cambio interesantes para muchos grupos subalternos, que vieron en ellas el potencial de transformación de las estructuras de poder que han perpetuado la violencia por décadas. Sin embargo, dichas promesas no se vieron acompañadas de una voluntad política seria de dotar de seguridad a quienes las apoyaban y deseaban promoverlas, lo cual permitió que la violencia volviera a convertirse en herramienta principal de defensa del status quo.

¿Qué lecciones podemos extraer para el caso mexicano? La promoción de la justicia transicional enfrenta desafíos incluso mayores que en Colombia, pues por lo que se sabe no existen siquiera negociaciones parciales con los grupos criminales con miras al desarme, ni son claros los incentivos que el Estado podría ofrecer a los altos y medios mandos para que lo consideraran. Tampoco es claro que el gobierno entrante tenga la suficiente capacidad o voluntad política de promover la transformación de las redes de poder locales y regionales, caracterizadas por un profundo enquistamiento de las redes de macrocriminalidad en la institucionalidad. El fortalecimiento de la fuerza pública a través de la Guardia Nacional, los mensajes de “punto final” y la poca importancia que el gobierno ha dado a la agenda de las víctimas desde su posesión dan pocas esperanzas al respecto.

Lo que sí parece estar sucediendo es que el gobierno le está apostando a intervenciones acotadas en casos o lugares específicos que, o bien por su relevancia nacional (como Ayotzinapa) o bien por existir condiciones de gobernabilidad (como en Veracruz), pueden tener efectos concretos importantes, sin generar necesariamente desbalances estructurales en las relaciones de poder. Ahora bien, en un contexto de macrocriminalidad aún imperante, incluso esas intervenciones pueden generar amenazas serias para víctimas y defensores de derechos humanos. También pueden generar un efecto de cascada en las demandas de justicia y verdad para otros casos o regiones, lo cual puede convertir a víctimas y defensores en un blanco cada vez más apetecido de los actores violentos. Por ello, una de las agendas más urgentes que debería desplegar el gobierno entrante es la de garantizar la existencia de un sistema robusto y eficaz de protección de víctimas, testigos y defensores que funcione adecuadamente. Solo un sistema de esa naturaleza puede generar la esperanza de que las promesas de justicia, verdad, reparación y no repetición no terminarán en un baño de sangre.

 

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